La población dormida
El 19 de septiembre del año 2017, fue el día en que los mexicanos recuperaron la memoria que parecían haber perdido a manos de la apatía y el desinterés, los monstruos que se apoderaron de las nuevas generaciones que no llegaron a presenciar los estragos provocados por el sismo de 1985. Con el nacimiento de las camadas posteriores al desastre que abatió la Ciudad de México hace más de treinta años, se fue olvidando paulatinamente la ola de sentimientos que corrían por los cuerpos de cada mexicano afectado. Uno pensaría que el espíritu de los locales cayó en un letargo del que difícilmente podría despertar, sin embargo, sucedió. Hizo falta que la tierra sacudiera nuevamente la región para que jóvenes y adultos abrieran los ojos, abandonaran la comodidad de sus hogares y se esparcieran por las calles una vez más. Con el precedente de otros dos movimientos telúricos intensos en un lapso no mayor a dos semanas, la reacción de las masas supero con creces las expectativas que la autora de este texto tenía.
Por la mañana, la alarma sísmica de las once de la mañana fue tomada a la ligera, como era de esperarse, pues el grueso de la población sabía que se trataba de un simulacro agendado cada año para la misma fecha y hora de siempre. Gente riéndose, hablando debatiendo despreocupadamente con sus compañeros de clase o trabajo acerca de qué comprarían a la hora de la comida. Aun si pocos días antes se habían vivido otros dos sismos, el ambiente era tan relajado como de costumbre, tan solo unos cuantos se tomaban el asunto con seriedad y distintos individuos expresaron su descontento ante este hecho en las redes sociales. Como si nada, el simulacro empezó y terminó sin incidentes.
Tres horas después, cuando todos habían vuelto a sus asuntos, sin previo aviso el suelo comenzó a moverse de un lado a otro, sin embargo, el Servicio Sismológico Nacional no alertó de esto por ningún medio, la ya reconocible alarma sísmica no se hacía escuchar como en otras ocasiones, de hecho tardó unos segundos en reaccionar, segundos en los que ya se había comenzado a evacuar cada edificio, en los cuales alguien apenas reconocía la sensación del vaivén mientras se enjabonaba las manos y luchaba por abrir la puerta descompuesta de un baño hasta que fue liberada por alguien desde el exterior.
Ser partícipe del ejercicio de evacuación y ver más del doble de personas salir en orden, tardar menos de cuarenta segundos en acercarse a la zona de seguridad, encendió la llama que se creía extinta en los corazones de los jóvenes una vez más. La ayuda no se hizo esperar, pues velozmente, la ciudad se llenó de héroes dispuestos a arriesgar sus vidas por salvar la de alguien atrapado entre los escombros. Todos se volvieron aliados, se dejaron de lado las diferencias y no había una sola persona que negara el apoyo a quien lo solicitara.
Desde ese día, cuando una coincidencia en fechas cayó como balde de agua fría sobre los mexicanos, el ímpetu de ayudar al prójimo sigue siendo observable en la cotidianidad. Pareciese que la consciencia dormida en cada persona se levantó para no tomar siestas tan largas nunca más, pero nada puede asegurar que con el paso del tiempo esto no se olvidará también. Tal vez en otros treinta años la sociedad mexicana requiera otro jalón de orejas para despertar.
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